domingo, 27 de noviembre de 2011

Alicia


Alicia es mi hermana pequeña. Debería decir mi hermana menor, porque a estas alturas acaba de cumplir 31 años, pero igual que para mis padres yo sigo siendo Esperancita, y a mis 40 aún me azoro cuando mi progenitor me presenta a alguien y sigue refiriéndose a mí con el diminutivo familiar, Ali siempre será mi niña. Nosotros somos cinco hermanos. Los cuatro primeros, tan obedientes y sumisos que sospecho que mi madre seguía trayendo hijos al mundo por aburrimiento. Cuando yo, que soy la mayor, cumplí nueve años, Alicia nació y los cimientos de mi casa temblaron.

Mi madre no estaba acostumbrada a rebeldías. A la hora de comer (no me olvido de que éste es un blog de cocina), hubiera lo que hubiera en el plato, había que dejarlo limpio. Mi hermana Cristina, la segunda, era de esas niñas que inspeccionan la comida en busca de trocitos de cebolla, pimiento o verduras sospechosas. La recuerdo protestando frente a un potaje de coles: “No me gusta la sopa de plantas”. Mi madre agarraba la cuchara y en un pispás el intento de rebelión quedaba sofocado. En una ocasión, Cristi, a la que le costaba tragarse los filetes, volvió del colegio por la tarde y le dijo a mi madre: “Mamá ¿Me puedo dejar la carne?” Mi madre no entendió la petición hasta que Cristi escupió un bolo fibroso de color blanquecino; el último trozo de filete que le había metido en la boca antes de mandarla de vuelta a clase.

Así eran las cosas hasta que nació Alicia. Era un bebé precioso, y hasta mi hermana María, princesa destronada a los tres años, la adoraba y le guardaba patatas fritas y caramelos de los cumpleaños para llevárselos a la cuna, lo que estuvo a punto de provocar una desgracia de la que María, una de las personas más nobles que puedan imaginarse, era por completo inconsciente.
Alicia resultó ser todo un carácter. Cuando empezó a hablar, lo hizo con una voz de trueno que hacía estremecer al mismísimo Hombre del Saco. Los vecinos del bloque, a los que les encantaba aquella voz grave y aquel pequeño ser cargado de determinación que emergía del ascensor de la mano de alguno de nosotros, la chinchaban confundiendo su nombre a propósito: “¡Hola, Margarita!”, le decían. Ella, digna, respondía: “ALICIA”.

Cuando creció, Alicia siguió dando muestras de su fuerza de carácter. Los novios de la etapa adolescente míos y de mi hermana Cristina la odiaban porque, cuando nos quedábamos a hacer de canguros de Ali cambiando la salida al cine por la promesa de una noche de pizza y películas alquiladas, la nena tenía la virtud de levantarse de la cama, interrumpiendo en no pocas ocasiones momentos de furtiva intimidad. Una vez que había decidido levantarse, tratar de acostarla era provocar una batalla campal que podía despertar a todo el barrio, de modo que el pequeño zoquete solía terminar con su dedo en la boca acomodada entre la sufrida canguro y el aún más sufrido novio adolescente, que lanzaba a la criatura miradas de rencor.

Por dar algún ejemplo más del carácter de Ali, diré que un día llegó a casa explicándole a mi madre que en el colegio una niña le había dicho que los reyes eran los padres. Temerosa de que aquella afirmación hubiera hecho mella en su hija menor, mi madre preguntó: “Ah, ¿Sí? ¿Y tú qué piensas?” “Imposible. ¡Son tres!”, contestó Alicia.

Las horas de comer en mi casa se volvieron, desde que Ali tuvo capacidad de expresarse, momentos de tensión máxima. Todas las argucias que a mi madre le habían servido con los cuatro mayores (“prueba sólo un poquito”, “verás que aunque sea de color verde, esto está delicioso”, “estás-acabando-con-mi-paciencia...”) se volvieron perfectamente inútiles con ella. Si Alicia decía que no se comía algo, ni avioncitos, ni ratoncitos que robaban el bocado cuando Mamá cerraba los ojos, ni amenazas desproporcionadas escupidas entre dientes con el rostro y la yugular congestionados, ni guardar el plato rechazado durante tres días, ni prometer el oro y el moro, podían hacerla cambiar de idea. Yo misma clavé en una ocasión un cuchillo de cocina en la encimera nueva de la cocina  para no terminar acuchillando a mi adorada hermana menor. El resto de mis hermanos, comprensivos con mi desesperación, se aplicaron a buscar formas de disimular el picotazo que dejé en la formica. Si mi madre se dio cuenta, nunca dijo nada.

Mi padre, que es muy de estrategias, descubrió un día que lo que funcionaba con Alicia era pedirle exactamente lo contrario de lo que querías que hiciera. Después de tanta guerra de nervios, resultó que bastaba con prohibirle que se comiera las alcachofas de la cazuela, el aguacate de la ensalada o un higadito de pollo para lograr que los hiciera desaparecer en un momento. Un día, Ali llegó del colegio con cierto empacho. Para cenar había crema de calabacines, algo que le encantaba. Antes de sentarse a la mesa anunció que no tenía hambre y que le dolía la barriga. Mi madre, que le había servido un plato de crema de calabacines hasta los bordes, se limitó a decirle: “bueno, pues entonces no te comas la crema de calabacines”. Alicia se sentó frente al plato y empezó a comer cucharada tras cucharada como una autómata. En algún momento se dibujó en su rostro una arcada, y  mi madre, esta vez en serio, le dijo: “Ali, deja de comer si quieres...” Ali no quiso. Se terminó toda la crema de calabacines. Luego se levantó de la mesa y se fue al baño. Helados, la escuchamos vomitar. Y más helados aún, la vimos volver a sentarse a la mesa con la cara de color verdoso, alzar el plato hacia mi madre y ordenar: “¡Más!”.

Mi hermana Ali, que odiaba estudiar y regresó de su primer día de colegio diciendo que le habían enseñado demasiadas cosas y que no pensaba volver, terminó tres carreras, y ahora se dedica a lo que siempre sospechamos (y nos cuidamos mucho de decirle) que sería su vocación: la rama sanitaria. Actualmente es fisioterapeuta, y si tienes una lesión de su competencia, hará que te cures, tanto si quieres como si no. Es dura en apariencia, pero a menudo las personas duras son muy tiernas si rascas la superficie. Hay algo que siempre ha perdido a Alicia: el dulce. Y en especial, el dulce de leche. A ella le dedico esta receta, sencillísima, ideal para hacer con niños y de la que, como todo lo que está demasiado bueno, no conviene abusar: la tarta banoffee.

Ingredientes:

(para una familia numerosa como la mía)

Una lata grande de leche condensada La Lechera
Un paquete de galletas tipo Digestive integral
3 plátanos grandes
100 gr de mantequilla
Una pizquita de sal
½ litro de nata para montar
Una tableta de chocolate negro para fundir (200-220 gr) de cacao al 70%

Preparación:

Poner la lata de leche condensada tumbada en una olla, cubrirla totalmente de agua y dejarla al fuego 45 minutos en olla exprés a partir de que salga vapor (hablo de ollas a presión clásicas; nunca lo he hecho en una rápida) o 2-2 y ½ horas si la olla no es de vapor. Dejar enfriar antes de abrirla. Conseguiremos un toffee estupendo y fácil de hacer. Triturar las galletas digestive hasta lograr un granillo con textura; no un polvo. Mezclar con la pizca de sal y con la mantequilla derretida. De esta forma podremos apelmazar mejor la base de la tarta. La haremos distribuyendo la mezcla de galletas trituradas dentro del aro de una base de tartas desmoldable. Presionamos un poco para fijar la base. Pelamos los plátanos y los cortamos en rodajas. Los distribuimos sobre toda la superficie de la tarta. Abrimos la lata de leche condensada al baño maría. Si ha quedado demasiado compacta, podemos mezclarla en un cuenco grande con unas cucharadas de agua para poder manejarla mejor. Repartimos el toffee por encima de las rodajas de plátano. Montamos la nata. Como el postre es dulce hasta decir basta, a mí me gusta montarla sin nada de azúcar o con apenas media cucharadita. Si se la ponemos, ha de ser azúcar glass. Por último, fundimos el chocolate. Se puede hacer en el microondas a baja potencia, abriendo cada tanto para comprobar que se derrita sin quemarse, al baño maría, o con un truco que aprendí en un programa de cocina de unas monjitas y que me va genial: ponemos el chocolate troceado en un cuenco, echamos encima agua bien caliente, dejamos templar un minuto y, con mucho cuidado, retiramos el agua. El chocolate se habrá fundido y podremos mezclarlo y aclararlo a nuestro antojo. Yo suelo aclararlo con una parte del agua caliente para que quede como una salsa.

Cubrimos el toffee con la nata montada y servimos la tarta con la salsa de chocolate en una jarrita. Si está Ali, le decimos que se la tiene que comer toda ella sola, para que nos deje algo a los demás...

martes, 15 de noviembre de 2011

De ruta


A mi tío Rafa le encantan los motores, los complejos vitamínicos y los viajes. Es el hermano mayor de mi padre, y una de las personas más cariñosas que he conocido. Cuando éramos niños, nos cogía la cara entre las manos y nos miraba con arrobo durante un rato. Luego preguntaba: “¿Tú sabes cuánto te quiero?” Mi tío Rafa y mi tía Mariana viven debajo de la casa de mis padres, y, aunque son unos vecinos discretos, cuando nos peleábamos de pequeños, Tío Rafa subía como un corcho en el agua para poner paz antes de que mi madre saltara por la ventana. También nos explicaba Matemáticas, y se desesperaba cuando, con seis o siete años, le exigía que en lugar de intentar tentarme a ingresar en el universo de las ciencias exactas hablándome de números primos, negativos y transfinitos, se limitara a explicarme cuántos melones a cinco pesetas me daba el tendero si iba a la compra con diecisiete pesetas.

Mi tío Rafa y mi tía Mariana se quieren muchísimo, pero escenifican una relación de pícame-Pedro, pícame-Juan que daría mucho juego a los guionistas de sit-com. A mi tío le gusta el campo. A mi tía, la ciudad. Mi tío odia ir de compras. Mi tía odia las excursiones sin rumbo que a Tío Rafa le encanta hacer. Por eso, cuando éramos niños, él recurría a los sobrinos para probar el motor de su último coche llevándonos a comer a alguna venta con la única condición de intentar hacer el máximo número de kilómetros entre el punto de partida y el punto de llegada. A nosotros nos encantaba.

Al igual que a toda mi familia paterna, a mi tío Rafa le encanta el campo. Pero además, por su trabajo, se sabe al dedillo cada sierra, cada cuenca y cada carretera comarcal de la provincia. Le gusta desviarse de la ruta, bajarse en algún lugar e inspeccionar la flora o recolectar alguna frutilla silvestre que madura en un paraje secreto que sólo él conoce.

Uno de los destinos preferidos por mi tío para las excursiones de disfrute combinado de sobrinos y coche nuevo era la Venta de Alfarnate. En aquella época, Alfarnate quedaba donde Cristo dio las tres voces, pero para él tenía la ventaja de que existían dos caminos distintos para ir desde Málaga; cada cual más lleno de curvas. La subida solíamos hacerla por una carretera que ascendía desde la costa oriental, por la que, según nos contaba, discurría en tiempos el trazado del tren de cremallera que unía Málaga con Granada atravesando el Boquete de Zafarraya. En el camino, mientras nosotros intentábamos fijar la vista en algún punto para combatir el mareo, mi tío Rafa nos explicaba que en la época de nuestros abuelos, el tren tardaba varias horas en cubrir el último tramo de subida, de modo que los viajeros tenían tiempo de bajar en marcha, hacer un picnic en el campo y volver a subir a su vagón unos metros más adelante. A decir verdad, más de una vez deseé que la velocidad de su último coche fuese más parecida a la de aquel viejo tren que a la de un fueraborda del asfalto.

Mientras íbamos de camino, Tío Rafa nos explicaba que la Venta de Alfarnate era un lugar de parada obligatoria para los viajeros antiguos. Era famosa por sus huevos a lo bestia. El nombre es tan descriptivo que no requiere muchas explicaciones, pero diré que el plato consistía en un lebrillo de migas coronado por un par de huevos fritos, unas tajadas de lomo, chorizo y morcilla. Mi tío nos contaba que el plato era tan excesivo que, cuando lo servía, el dueño de la venta le decía al valeroso cliente que, si era capaz de terminárselo todo, él invitaba a un segundo plato. Al parecer, uno de los pocos capaces de repetir fue un tío abuelo nuestro, inspector del Timbre, que no sólo logró engullir el plato de pago y el de regalo, sino que de postre pidió un tercer plato. En lo sucesivo, contaba mi tío, el dueño de la venta se abstuvo de lanzar semejantes retos a su parroquia. Ignoro hasta dónde llegó el nivel de colesterol de mi tío abuelo. Por fortuna para él, en aquellos tiempos los médicos no daban la lata con esas cosas, y la gordura era síntoma de buena salud.

El caso es que nuestra mayor ilusión era llegar a la venta y probar el famoso plato, cosa que sólo logré en una ocasión, y mi hermano, mucho más asiduo de las rutas automovilísticas con mi tío, en ninguna, al menos conmigo presente. Yo no estuve en el primer intento. Según cuentan mi hermano Miguel y mi primo Angelito, el fallo de la operación fue una escala que hicieron en los Montes de Málaga. Era la época de los madroños y mi tío conocía un madroñal magnífico. Se dieron tal atracón de esa fruta indigesta que al llegar a la venta, después de varias paradas para vomitar, sólo pudieron pedir un consomé. En la segunda ocasión, con mi tío al volante de un nuevo coche con mucho más agarre en las curvas que el modelo anterior, yo me puse delante haciendo valer mi condición de sobrina mayor de la expedición y más proclive al mareo. Mi tío inició el ascenso como siempre, explicándonos las cuencas fluviales de una manera gráfica que recomiendo a todos los profesores de Geografía. Cuando quiere explicar un sistema fluvial, mi tío Rafa dice: “este arroyo mea en tal río, y éste río mea hacia tal sitio”. Gracias a él entendí por qué el Tajo y el Ebro iban en direcciones opuestas.

Recuerdo que el campo estaba precioso aquel día. Mi tío nos explicaba cómo cambiaba la floración según la altura mientras que su amuleto, una pequeña cabeza de caimán que trajo de Sudamérica, se bamboleaba furiosamente colgado del retrovisor entre curvas y baches. Siempre me gustó aquel caimán. En un momento del viaje me di cuenta de que Miguel y Angelito no abrían la boca. No le di mayor importancia hasta que, cerca de nuestro destino, volví la cabeza y vi que el color de los pasajeros de atrás había virado hacia el blanco cerúleo. Ambos tenían los ojos cerrados y el cuello hacia atrás, en una pose que me recordaba al Cristo de la Piedad de la Semana Santa de Málaga. Al llegar a la puerta de la venta, salieron corriendo en direcciones opuestas, buscando un lugar adecuado para vaciar sus estómagos. Miguel y Angelito tampoco probaron ese día los huevos a lo bestia. Mi tío y yo, sí, aunque no conseguimos llegar al fondo del lebrillo. Yo ni me atreví a pedir ayuda a mi hermano y mi primo, tan concentrados como los veía en sus calditos de pollo. No sé si en alguna ocasión volvieron a intentar comerse los huevos. Sé que sólo con el tiempo he llegado a apreciar lo que disfruta un tío con sus sobrinos, y aunque también he pecado alguna vez de exceso de entusiasmo implicando a los míos en mis pasiones, algún día ellos recordarán esos excesos con el mismo gusto con que yo recuerdo los de mi tío Rafa.

Como sé que mi tío se cuida más que aquel tío abuelo del que nos hablaba, le dedico la receta del morrete de setas; un plato típico de Alfarnate algo más discreto en la cantidad de colesterol que aquellos míticos huevos a lo bestia… Que por cierto ahora se sirven en platos normales y aun así, uno se los come con una cierta sensación de culpa.

Ingredientes:

1 kg de setas de cardo
2-3 dientes de ajo
Una rebanada de pan cateto asentado
Una cucharada de pimentón dulce
Una guindilla
Aceite de oliva virgen extra y sal
Preparación
Troceamos y freímos las setas en un poco de aceite a buena temperatura, para que se doren sin perder agua. Remojamos el pan cateto y lo ponemos a trozos en un mortero o vaso de batidora con el ajo, el pimiento y la guindilla. Trituramos bien hasta conseguir una pasta fina y lisa de color anaranjado. Pasamos las setas a una cazuela con poco fondo (ideales las de barro)y dejamos hervir a fuego lento unos 10 minutos. Las setas soltarán algo de líquido, pero la salsa final ha de tener el punto de una bechamel fluida, de modo que si hace falta, añadimos agua en la cocción. El guiso se puede alegrar con unas gotas de vinagre y con unas patatillas picadas. Cuando no hay setas se hace con espárragos trigueros, patatas y hasta con berenjenas. La receta es de Mari Feli, del Mesón de la Villa de Alfarnate. Otra gente especia el guiso con orégano y comino.

martes, 1 de noviembre de 2011

A la playa en una mandarina


La tía Chari es el corazón de mi familia paterna. En mi primer recuerdo de ella estoy sentada sobre sus rodillas, con dos o tres años, y me pinta en un bloc pececitos y caras de mujer de perfil. Era una buena dibujante, y cuando me pasaba los trastos para que probase, yo miraba el lápiz para ver de dónde habían salido aquellas cosas que mis manos aún torpes eran incapaces de copiar. También tengo un recuerdo cálido de sus besos y abrazos. Al contrario que las efusiones de otros mayores, las suyas eran siempre bienvenidas.

Mi tía Chari y mi tío Inda no tuvieron hijos, y tal vez por eso eran los favoritos de los sobrinos. Cada fin de semana inventaban alguna actividad para poder disfrutarnos. Excursiones al monte, a la playa, y, más tarde, cuando compraron la casa de sus sueños, pequeña pero con un jardín enorme, reuniones familiares en torno a una piscina que terminaba exhausta de tanto niño tirándose al agua de mil formas posibles e imposibles, haciendo piruetas o aprendiendo a nadar. De todas aquellas jornadas guardo una memoria placentera, pero el paraíso de la infancia era ir a la playa en La Mandarina. 


La Mandarina era su Renault 5 de color naranja. Cuando mis padres tenían que trabajar, eran la Tía Chari y el Tío Inda quienes nos recogían. A veces venían los dos. Otras, Tío Inda se encargaba de la recolecta de niños y luego íbamos a las oficinas de Iberia en calle Molina Lario para encontrarnos con la tita, algo que nos encantaba. No sé qué tenían aquellas oficinas de los años setenta, bulliciosas, con estruendo de conversaciones, máquinas de escribir y teléfonos grises, enormes y cargados de aparatosas teclas que se iluminaban. Las oficinas de ahora son minimalistas y frías. Después de despedirnos de todo el personal de turno, bajábamos a la calle con Tía Chari, que en algún momento, a la manera de Clark Kent en su cabina, se cambiaba de ropa y se calaba su sombrero de playa, de tela celeste y con un bolsillito de cremallera cuya utilidad aún me parece un enigma.

Íbamos casi siempre a Rincón de la Victoria, un pueblo costero que ahora queda a apenas 12 kilómetros y entonces a una eternidad de tiempo que llenábamos con un repertorio de canciones, trabalenguas, veo-veos y adivinanzas, mientras La Mandarina avanzaba por una carreterita estrecha pegada al mar, que discurría sobre el trazado de un antiguo tren costero y en un punto atravesaba túneles estrechos, oscuros como el estómago de una ballena, cuyos techos rezumaban enormes gotas de agua que morían estrelladas contra el parabrisas. En el camino había una casa con la pared cubierta de conchas marinas y otra en forma de proa de barco, y a la llegada, tras deshacernos con premura de la ropa y los bártulos, nos aguardaba un mar inmenso sólo para nosotros, en el que no era infrecuente ver, muy cerca de la orilla, inquietantes medusas de formas caprichosas, estrellas rojas y caballitos de mar que se quedaban inmóviles, agitando las alitas transparentes, mientras nosotros los examinábamos hechizados tras las gafas de buceo.

La Tía Chari solía llevar a la playa un melón que enterrábamos en la arena húmeda, justo en la línea donde las olas lo refrescaban apenas antes de extinguirse, y que luego recuperábamos a la hora del postre gracias a un palo que señalaba su posición o a la coronilla que dejábamos asomando. Daba igual que fuéramos cinco personas o cuarenta; el melón siempre alcanzaba para todos, porque la Tía Chari, antes de cortarlo, nos contaba señalándonos con la punta de un cuchillo y luego, con una destreza única, procedía a sacar tajadas tan finas como fuera necesario. Incluso en los días de más concurrencia, el melón daba para repetir, igual que cualquier fuente de comida, tarta o bizcocho que cayera bajo su jurisdicción.

El paraíso de mi infancia tiene gotas de jugo de melón chorreando hasta los codos, olor a limón de la crema bronceadora, apariciones mágicas de avionetas que lanzaban paracaídas y balones de Nivea, arena hasta en los pliegues más recónditos del cuerpo, colores chillones y flecos de sombrillas de lona, escozor de sal en los ojos. Incertidumbre de no saber nunca si al Tío Inda se le caería la toalla en el momento de ponerse el bañador seco para irnos; instante angustioso para la niña pudorosa que fui, que él amenizaba imitando con la boca un redoble de tambor. Tiene una luz cegadora y un azul intenso en la llegada y el dorado del atardecer y la temperatura perfecta del mar justo en el momento de marcharnos, siempre con sensación de pérdida, y también cubos de plástico llenos de coquinas que mi padre, poco amante de la playa, buscaba con paciencia junto a nosotros, y que nos comíamos por la noche, ya purgadas de arena, recordando por quién y en qué lugar exacto había sido localizada cada una de ellas, y sintiendo algo de remordimiento por su sacrificio.

Las playas de mi infancia ya no existen. En su lugar quedan paseos marítimos abarrotados de edificaciones y líneas de arena ocultas bajo interminables batallones de bañistas; arenas llenas de polvo y aguas que sólo en invierno recuperan cierta transparencia, de las que los caballitos y las estrellas de mar fueron desterrados hace mucho tiempo. Viven en mi memoria, y siempre que escucho esta canción (disculpas por la horterada de video) vuelven con una fuerza que me estremece.
 

No todo se ha perdido. Los sobrinos nietos de la Tía Chari siguen descubriendo de su mano el campo, la playa y el placer de los domingos de verano en el jardín que Tío Inda, a fuerza de años de esmerado trabajo, ha convertido en una pequeña obra de arte. Y la Tía Chari, con sus besos, sus dibujos y sus caramelos sugus sacados por arte de magia de la oreja, también formará parte algún día de su paraíso de la infancia.

No sabría qué receta dedicarle, pero creo que optaré por esta de alcachofas con coquinas, que reúne dos recuerdos placenteros de la infancia; los días de playa y los de campo, en los que Tía Chari y Tío Inda nos hacen un arroz delicioso que siempre lleva alcachofas.

 

Alcachofas con coquinas

Ingredientes:

2 kilos de alcachofas
½ kilo de coquinas gorditas
4 dientes de ajo
Aceite de oliva virgen extra
Un limón
Perejil
Sal

Si las coquinas son de recolección propia, conviene purgarlas unas horas en agua de mar para no comer arena. Una vez lavadas y escurridas, se reservan. Pelamos las alcachofas retirando las hojas externas hasta llegar a las que blanquean un poco. Recortamos la parte superior de las hojas y repelamos el tallo. Frotamos cada alcachofa rápidamente con limón para que no ennegrezcan y las cocemos en agua con sal hasta que estén tiernas pero no deshechas, reservando dos o tres aparte. Cubrimos de aceite el fondo de una sartén, pelamos y picamos los ajos y los freímos a fuego lento hasta que se doren. Añadimos las alcachofas hervidas y las movemos con delicadeza para que se impregnen de aceite. Avivamos un poco el fuego de la sartén y añadimos las coquinas. Tapamos y dejamos un minuto para que los bichos se abran. Añadimos perejil picado. Servimos con las alcachofas que habíamos reservado cortadas en gajos y fritas como adorno.