martes, 17 de enero de 2012

Boquerones


He hablado con anterioridad de la pasión de mi sobrino Manu por la pesca, que apareció, como una especie de mutación del ADN, a la edad de dos o tres años. En la familia no había nadie aficionado a esa actividad. Mi padre y mi hermano tuvieron sus escarceos con la caña en alguna etapa de la infancia, pero aquello no llegó lejos. Sabían cebar el anzuelo y desenredar un sedal enmarañado. El resto, ni eso. A él nunca le importó que nadie a su alrededor pudiera enseñarle. Para eso estaban los otros pescadores de la playa, las revistas de pesca deportiva con las que casi aprendió a leer; los dueños de las tiendas de aparejos, a los que abrumaba con sus preguntas. Lo único que ha demandado, con insistencia de gota malaya, es que lo llevemos a pescar. Haga frío o calor, viento o marea.
 
Recuerdo con horror la primera vez que lo acompañé a comprar gusanas. Y, aún peor, el día que me ofrecí a ayudarlo y me ordenó que cebara el anzuelo con uno de aquellos bichos. “Cuidado, que muerden”, advirtió él con suficiencia. Encima. 
 
Durante años, Manu no pescó absolutamente nada (lo cierto es que las playas de Málaga no son un paraíso de vida), circunstancia que jamás logró desanimarlo. Un buen día, sin más, los peces empezaron a picar.
 
Manu tiene ahora doce años. Tenía más o menos la mitad cuando, un día de verano, mi hermana Cristi, sufrida madre cuya paciencia puede ser lo más aproximado a alguna característica de pescadores en la familia, llamó para preguntar si me sumaba a una jornada de playa/ expedición pesquera. Manu iba por entonces armado de dos cañas tan enormes y complejas que, una vez montadas, parecía un milagro que un niño tan pequeño pudiera hacer un lance con ellas. Llevaba varios tipos de cebo. Se dejó untar la crema protectora a regañadientes y se puso a la faena.
 
Pasaron las horas, y nada. Manu lanzaba una y otra vez y celebraba cuando, en alguna ocasión, el anzuelo volvía vacío. “Si se comen el cebo es que hay pesca”. Los mayores nos mirábamos pensando que al menos el bendito optimismo le iba a ser muy útil en la vida. “¡Hoy cenamos pescado, seguro!”. Resignación y ojos en blanco.
 
Casi había llegado la hora de irnos. Caía el sol y Manu desmontaba cañas y guardaba aparejos entre protestas cuando, de pronto, la mar, serena aquella tarde, empezó a bullir como si estuviera hirviendo. Eran boquerones. ¡Miles! A un metro de nosotros había un cardumen enorme. Nos quedamos fascinados; nunca habíamos visto un espectáculo igual.
 
En Málaga las mareas son suaves, pero en las tardes de verano las olas se alargan y se adentran en la arena. En un momento vino una de aquellas olas largas, y toda la orilla, a lo largo de cientos de metros, se cubrió de boquerones. Los lomos plateados se agitaban furiosos en un intento de volver al mar. Empezamos a correr como locos de un lado para otro devolviendo peces al agua. Manu (olvidando por una vez su instinto depredador), sus hermanas pequeñas, entre gritos de felicidad, y los mayores del grupo. Corrimos y corrimos levantando pececillos de la arena y tirándolos al agua. 

Pasamos varios minutos en esta faena y llegó un momento en que nos dimos cuenta de que los peces que quedaban sobre la arena ya no coleaban. Con los que no sobrevivieron llenamos el cubo de pesca de Manu y los cubos de las niñas. De vuelta al coche, mi sobrino, que no cabía en sí de felicidad, repetía : “¡Ya decía yo que hoy cenábamos pescado!” 
 
Es el último milagro que recuerdo.
 
Y tuvieron que ser boquerones. Mi hermana María, que lleva muchos años en Madrid, necesita comerlos cada vez que vuelve a Málaga. Creo que le saben a infancia. Cuando éramos niños, mi madre nos los freía hechos manojos. Ya casi nunca los hace. Ella nunca ha sido muy de manualidades, y un día descubrió que sueltos también nos los comíamos. Pero los boquerones en manojos forman parte del mismo pasado que el pescadero ambulante que pregonaba bajo nuestra casa en las mañanas de verano. Paraba la moto y empezaba a cantar el género (exagerando la variedad y frescura como método de venta), para terminar el pregón diciendo: “¡Que me come el gato, niña! ¡Que me come el gato!”. No sé si María, muy pequeña entonces, se acuerda del pregonero de pescado, pero a mi hermano Miguel el oficio le encantaba, aunque él se inclinaba más por la especialidad de pregonar chumbos, tal vez porque el vendedor de chumbos le daba dos o tres de más, mientras que el pregonero de pescado, taimado, llevaba pesas trucadas y, según mi madre, pedía un ojo de la cara por unos boquerones que en el mercado costaban la mitad.
 
A Manu, con los años han dejado de gustarle los boquerones. Dice que las raspas le dan angustia. Yo, durante un tiempo, también los preferí sin espinas. En Málaga se comen abiertos si son grandes; bien al natural (es como le gustan a mi hermana María) o macerados en zumo de limón. Una buena fritura tiene pocos secretos, pero no admite trampas: aceite de oliva virgen extra lo más limpio posible, a temperatura muy alta (yo pongo mi freidora al máximo, que son 190 grados), salar el pescado antes de enharinarlo y pasarlo por el cedazo (la capa de harina tiene que ser fina pero uniforme) y freír en tandas pequeñas, para que el aceite no baje de temperatura, de 30 a 45 segundos, hasta que los boquerones queden crujientes y jugosos. Una ensalada de pimientos asados o un picadillo fino de tomate, pimiento y cebolla y ya está. Comida de lujo.
 
Cuando yo era niña, el único producto de la mar que se comía crudo eran las conchas finas (de la existencia de las ostras supe más tarde). Sin embargo, recuerdo que los hombres que limpiaban el pescado en los puestos del mercado se zampaban de vez en cuando algún boquerón. En aquella época aquello me parecía un acto de salvajismo. Los cebiches y el sushi no habían conquistado aún mi paladar. Hoy, cada vez soy más aficionada al pescado crudo. Por eso la receta que propongo, dedicada a mi hermana María; la reina de los boquerones, es una ensalada de boquerones macerados. Ahí va.
 
Ensalada de invierno con boquerones macerados.
 
Ingredientes (4 personas):
 
½ kilo de boquerones grandecitos, muy frescos.
2 remolachas medianitas, crudas.
½ cebolla roja.
1 aguacate maduro y hermoso.
 
Aliño:
 
½ vaso de salsa de soja de buena calidad.
½ limón
1 mandarina
Aceite de oliva virgen extra (una variedad suave y afrutada).

Preparación:
 
Al comer boquerones crudos es aconsejable congelarlos antes para eliminar el peligro de anisakis. Antes de congelarlos, los lavamos bajo el grifo, los limpiamos tirando de las cabezas (la tripa sale con ella) y pasando la uña del pulgar a lo largo de la espina del pescado. Retiramos la raspa del lomo donde ha quedado pegada con cuidado de no llevarnos la carne por delante (de nuevo la uña) y quebramos junto a la cola. Así con todos los pescados. 

Luego les damos un buen enjuague en agua fría, los secamos y los ponemos a congelar cubiertos de papel film en un recipiente que tenga buen cierre para que no entren olores. A las 24 horas ya no hay peligro de anisakis. Los dejamos descongelar lentamente en la nevera y ya podemos usarlos.
 
Lo primero que hay que hacer es preparar la marinada. Antes de exprimir los cítricos, rallamos la piel y la recogemos en el cuenco donde vayamos a prepararla, para aromatizar. Añadimos la soja, el zumo de la mandarina, el medio limón y un chorrito de aceite de oliva y regamos bien los boquerones, procurando que todos se impregnen bien del aliño. Los dejamos marinar mientras preparamos el resto de los ingredientes (se pueden dejar varias horas si se quiere).
 
Pelamos la remolacha y la rebanamos tan fina como sea posible. Para estos menesteres yo uso una mandolina con una cuchilla buena. Así, las rebanadas quedan casi transparentes. Hacemos lo mismo con la cebolla roja, y la vamos poniendo en otro recipiente aparte.
 
Montamos la ensalada en un plato o fuente amplia. Ponemos abajo las lascas de remolacha. Sacamos los boquerones de la marinada (reservando el caldo) y los disponemos de forma que queden bonitos. A mí me gusta ponerlos boca abajo, para que quede a la vista el lomo plateado. Sobre los boquerones distribuimos las plumas de cebolla roja. Pelamos el aguacate y lo cortamos a lo largo en gajos que disponemos en el plato de forma artística. Regamos con el caldo reservado de la marinada y un chorro generoso de aceite de oliva.

7 comentarios:

  1. Mmmmmm... Creo que así también pueden gustarme bastante los boquerones!
    Mi primera tarde de pesca con Manu fue en los espigones de enfrente de la casa, hacía un viento importante y, por supuesto, el hilo se lió de manera imposible y me pasé cerca de una hora intentando desenredarlo (sin éxito, claro) mientras Manu consiguió pescar una herrerilla con la otra caña que llevaba. Gracias a la herrerilla pude dejar de pasar frío para ir a enseñarla a la casa.
    Tuvimos que volver a la playa enseguida para echar el pez al agua porque a Manu le entraron remordimientos al ver que el pez se movía cada vez menos. Para cuando el pez cayó al agua creo que era tarde, pero Manu se quedó más tranquilo cuando le dije que seguramente no se movía para hacernos creer que estaba muerto y que nos fuésemos.
    Creo que he sido de las que menos ha ido de pesca con Manu, pero de las pocas que le ha ayudado a pescar al currican en piragua!!

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  2. Tú siempre has sido una valiente, María. Yo, por fortuna, aún no sé qué es el currican. ¡Besitos y boqueroncitos!

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  3. ¡Pero que buena pinta!¡Esta prometo probrarla!

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  4. Prueba, prueba, José Mari, repetirás. Si no encuentras boquerones convincentes en Madrid, también se puede hacer con cualquier otro tipo de pescado, con la condición de que esté muy fresco. El atún va muy bien. Cuidate mucho. Besitos a la family...

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  5. Enhorabuena Espe. Soy Olga, la amiga de María. Me encantan vuestras historias familiares..... me parto y como os conozco a casi todos, aún más. Me he hecho incondicional de tus recetas y tu blog. Mi más sincera enhorabuena. ENORME como toda la familia. Un besazo

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    1. Bienvenida, Olga! Si tú eres ya de la familia... Un besazo!

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  6. Veo que tienes bastante que contar de tu sobrino Manu y sus aficiones ;-) Qué alegría os tuvo que dar cuando visteis esa cantidad de boquerones a vuestros pies después de un día de pesca vacío. Como bien dices, un milagro.

    Yo recuerdo que cuando era pequeña mi padre un verano alquiló una zodiac y le encantaba irse a pescar. Mi hermano lo acompañaba la mayoría de las veces, yo era bien pequeña, 6 o 7 años y pude acompañarlos a la pesca un par de veces. Yo solo pescaba un colorado en todo el cuerpo de muy señor mío, y un poco de mareo hasta el día siguiente.

    Yo soy la típica que los boquerones me gustan en manojos y con raspa, vamos lo típico típico.

    La marinada que has preparado tú no es tan típica, pero bastante acertada la mezcla de sabores. Me encantaría probarla.

    Un beso grande

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