jueves, 26 de enero de 2012

Comer, leer

Drew Sarka, Girl Reading


Mi niñez transcurrió en un entorno culinario aún no globalizado, donde los sabores más exóticos eran el queso Roquefort, los aguacates que entonces empezaba a cultivar mi tío abuelo Alberto en su finca de Churriana, y la mezcla de dulces y salados que había en platos como el lomo a la naranja o el fiambre caramelizado que mi madre servía en ocasiones muy especiales (y cuya receta, para mi desgracia, no he logrado recuperar nunca). El ancho mundo de los alimentos desconocidos estaba, sólo para imaginarlo, en los libros.
 
Gracias a los libros descubrí que en América se comían tartas de arándanos donde el relleno se escondía bajo una cúpula de masa dorada, y mermelada de ruibarbo, planta que aquí no se encontraba ni en la Espasa-Calpe, y helados de vainilla recubiertos de toffee y chocolate. Gracias a los libros supe que los niños esquimales devoraban de buena gana trocitos de hígado de reno crudo, cuando yo no era capaz de tragármelo ni escondido entre otros alimentos. Gracias a los libros hice mi primera incursión en la cocina, tras leer la historia de Ahmed, el niño panadero del Rif. Mi pan salió horrible, por cierto.

 
Cuando en algún libro no se hablaba de comida, igualmente imaginaba qué comerían sus protagonistas. De Phileas Fogg sólo se nos decía que empezaba a sorber el té a las cinco clavadas. En ochenta días alrededor del mundo, pensaba yo, algo tomará. Julio Verne no prestaba atención a esas cosas, pero yo imaginaba los platos más extravagantes sobre las mesas más exóticas.

 
Creo que esa afición a buscar nuevos sabores en la lectura me llevó a amar desde la primera página los cómics de Astérix. Aquellos jabalíes suculentos, con el brillito de un horneado perfecto pintado sobre el muslo de la pata, la fondue que terminaba inundando las viñetas de Astérix en Helvecia, las lentejas de los egipcios… Para enfrentarme a un nuevo libro de Astérix, tenía que aprovisionarme en la despensa con algunas galletas, un trozo de queso, chocolate o pan con miel que llevaba a la cama, el lugar que siempre he preferido para leer, y comía con cuidado de no dejar miguitas o pegotes. Necesitaba leer royendo algo que no me hiciera sentir tan desconsolada. No puedo expresar la hondura de mi decepción cuando, al enfrentarme por vez primera a un plato de jabalí, descubrí que la carne no tenía ese tono miel-dorado, sino que era oscura y tenía un sabor a bicho que tiraba de espaldas. Hay cosas que están mejor en los libros. O tal vez René Goscinny se inspirase para sus dibujos en los cochinillos de Cándido en lugar de en la carne montaraz de un jabalí.

 
Si hablamos de comida en los libros, el territorio más fecundo, fuera de las gastro-novelas que rara vez me enganchan, es el género policíaco. Entre los trece y los dieciséis años fui consumidora compulsiva de novelas de Agatha Christie, y ni siquiera las atroces traducciones que perpetraba la editorial Molino lograron apartarme del mundo de los muffins con mermelada de frutos rojos y tartas caseras de Miss Marple. Más tarde llegó Simenon. El comisario Maigret, pegado a la salamandra que calentaba su despacho compartiendo bocadillos y cervezas de la Brasserie Dauphine con sus colegas en el crudo invierno parisino, o disfrutando de los guisos caseros de su santa esposa. 

 
Dice P. D. James, autorizada experta en el género, aunque no esté entre mis escritoras favoritas, que en las novelas policíacas, detenerse en la vida cotidiana del detective, en sus comidas o en el desorden de su salón, sirve para crear un contrapunto que relaje al lector, que le haga sentirse como en la ‘casa’ imaginaria de los niños cuando juegan al pilla-pilla. La comida se convierte en un recurso más del género, que autores como Donna Leon, cuyas novelas no me gustan, han explorado hasta sacar libros de recetas.

 
Mi autor más querido de novela policíaca es Andrea Camilleri. Su comisario Montalbano, llamado así en homenaje a Manuel Vázquez Montalbán y a su saga policíaco-gastronómica de Pepe Carvalho, se mueve en un mundo cercano al mío y en sabores de mi infancia. Compartimos el Mediterráneo y el Sur geográfico. Tiene gracia que, ahora que todos los sabores están a nuestro alcance, la pasta al horno y los arancini de Adelina (impagable asistenta-ángel de la guarda del estómago de mi detective) o los salmonetes de la trattoria San Calogero me resulten más sugerentes que las tartas de arándanos con cúpula dorada de la infancia.

 
Puede que sea también porque, desde el punto de vista gastronómico y en cualquier otro extremo, Sicilia no sólo no defrauda las expectativas, sino que las supera con creces. Mientras que en Corfú, donde mi hermana María y yo buscamos sin éxito el paraíso infantil de Gerald Durrell, sólo pudimos comer horribles platos para turistas, en Sicilia el mundo de Montalbano se conservaba intacto, y mi amiga Mariache y yo, en un viaje inolvidable, lo devoramos con todos los sentidos. Ahí estaba todo: el pescado vivo y las verduras multicolores en los mercados; los paisajes de mar tan azules que herían los ojos, la belleza no buscada de las ciudades ancianas, las calles buyendo de gente que parecía resistirse a ingresar con los dos pies en el mundo moderno. La pasta al nero di sepia, las sarde a beccafico (sardinas rellenas), la caponata, ¡Los arancini de Adelina! Y también las carreteras serpenteando hacia los pueblos adustos del interior, donde el diario local habla de crímenes reales y saldos luctuosos de enfrentamientos entre familias de la mafia, un tema que Camilleri siempre se ha negado a utilizar como objeto literario.

 
En 'Vosotros no sabéis', el ensayo que dedica a desentrañar la mente de la mafia a través del análisis de los pizzini de Bernardo Provenzano, Camilleri habla de los gustos culinarios del capo mafioso. Nos informa de que la carne le gustaba poco hecha y corta de sal; que leía libros sobre nutrición y que sentía debilidad por la achicoria silvestre hasta el punto de pedir a los próximos que le enviasen semillas para plantarlas en los alrededores de su escondite en la montaña siciliana. No sé si un autor anglosajón nos hubiera contado esas cosas en su retrato de la mente de un asesino, pero desde luego, sí sé por qué Camilleri es mi escritor más querido, y uno de los pocos que hoy día siguen abriéndome las ganas de comer.

 
Mariache y yo probamos los arancini en diversos lugares. De hecho, en algún punto del viaje perdimos la cuenta de los que habíamos devorado. Los mejores fueron los de un lugar llamado Etoile D’Or; un local cursilón y maravilloso a las puertas de la muralla de Catania, de esos que subvierten los principios del fast food empleando ingredientes naturales y elaboración casera. La vitrina del mostrador estaba llena de arancini rellenos de ragú de carne (los clásicos), de mozzarella y jamón, de mantequilla y espinacas… Y todos eran deliciosos, pero la receta de hoy, dedicada a Mariache, es la que da Camilleri en su relato 'La nochevieja de Montalbano'. 

 
(Habla Andrea Camilleri).

  
"¡Dios mío, los arancini de Adelina! Los había saboreado sólo una vez; un recuerdo que seguramente le había penetrado en el ADN, en su patrimonio genético.

Adelina tardaba dos días enteros en prepararlos. Se sabía de memoria la receta. La víspera se preparaba un estofado de ternera y carne de cerdo a partes iguales que tiene que cocer a fuego muy lento durante horas con cebolla, tomate, apio, perejil y albahaca. Al día siguiente, se prepara un arroz, el que llaman a la milanesa (¡Pero sin azafrán, por favor!), se vierte todo sobre una mesa, se mezcla con los huevos y se deja enfriar. Entre tanto, se hierven los guisantes, se hace una bechamel, se cortan en trocitos unas lonchas de salchichón y se mezcla todo con la carne estofada y triturada a mano con la tajadera (¡nada de batidoras, por el amor de Dios!). Al arroz se le añade el jugo de la carne. A continuación, se coge un poco, se coloca en la palma de la mano ahuecada, se le agrega una cucharada de la mezcla anterior y se cubre con un poco más de arroz para formar una albóndiga. Cada albóndiga se pasa por harina y después por clara de huevo y pan rallado. Luego, todos los arancini se echan en una sartén con aceite muy caliente y se fríen hasta que adquieren un color de oro viejo. Se escurren sobre papel. ¡Y al final, loado sea el Señor, se comen!"

martes, 17 de enero de 2012

Boquerones


He hablado con anterioridad de la pasión de mi sobrino Manu por la pesca, que apareció, como una especie de mutación del ADN, a la edad de dos o tres años. En la familia no había nadie aficionado a esa actividad. Mi padre y mi hermano tuvieron sus escarceos con la caña en alguna etapa de la infancia, pero aquello no llegó lejos. Sabían cebar el anzuelo y desenredar un sedal enmarañado. El resto, ni eso. A él nunca le importó que nadie a su alrededor pudiera enseñarle. Para eso estaban los otros pescadores de la playa, las revistas de pesca deportiva con las que casi aprendió a leer; los dueños de las tiendas de aparejos, a los que abrumaba con sus preguntas. Lo único que ha demandado, con insistencia de gota malaya, es que lo llevemos a pescar. Haga frío o calor, viento o marea.
 
Recuerdo con horror la primera vez que lo acompañé a comprar gusanas. Y, aún peor, el día que me ofrecí a ayudarlo y me ordenó que cebara el anzuelo con uno de aquellos bichos. “Cuidado, que muerden”, advirtió él con suficiencia. Encima. 
 
Durante años, Manu no pescó absolutamente nada (lo cierto es que las playas de Málaga no son un paraíso de vida), circunstancia que jamás logró desanimarlo. Un buen día, sin más, los peces empezaron a picar.
 
Manu tiene ahora doce años. Tenía más o menos la mitad cuando, un día de verano, mi hermana Cristi, sufrida madre cuya paciencia puede ser lo más aproximado a alguna característica de pescadores en la familia, llamó para preguntar si me sumaba a una jornada de playa/ expedición pesquera. Manu iba por entonces armado de dos cañas tan enormes y complejas que, una vez montadas, parecía un milagro que un niño tan pequeño pudiera hacer un lance con ellas. Llevaba varios tipos de cebo. Se dejó untar la crema protectora a regañadientes y se puso a la faena.
 
Pasaron las horas, y nada. Manu lanzaba una y otra vez y celebraba cuando, en alguna ocasión, el anzuelo volvía vacío. “Si se comen el cebo es que hay pesca”. Los mayores nos mirábamos pensando que al menos el bendito optimismo le iba a ser muy útil en la vida. “¡Hoy cenamos pescado, seguro!”. Resignación y ojos en blanco.
 
Casi había llegado la hora de irnos. Caía el sol y Manu desmontaba cañas y guardaba aparejos entre protestas cuando, de pronto, la mar, serena aquella tarde, empezó a bullir como si estuviera hirviendo. Eran boquerones. ¡Miles! A un metro de nosotros había un cardumen enorme. Nos quedamos fascinados; nunca habíamos visto un espectáculo igual.
 
En Málaga las mareas son suaves, pero en las tardes de verano las olas se alargan y se adentran en la arena. En un momento vino una de aquellas olas largas, y toda la orilla, a lo largo de cientos de metros, se cubrió de boquerones. Los lomos plateados se agitaban furiosos en un intento de volver al mar. Empezamos a correr como locos de un lado para otro devolviendo peces al agua. Manu (olvidando por una vez su instinto depredador), sus hermanas pequeñas, entre gritos de felicidad, y los mayores del grupo. Corrimos y corrimos levantando pececillos de la arena y tirándolos al agua. 

Pasamos varios minutos en esta faena y llegó un momento en que nos dimos cuenta de que los peces que quedaban sobre la arena ya no coleaban. Con los que no sobrevivieron llenamos el cubo de pesca de Manu y los cubos de las niñas. De vuelta al coche, mi sobrino, que no cabía en sí de felicidad, repetía : “¡Ya decía yo que hoy cenábamos pescado!” 
 
Es el último milagro que recuerdo.
 
Y tuvieron que ser boquerones. Mi hermana María, que lleva muchos años en Madrid, necesita comerlos cada vez que vuelve a Málaga. Creo que le saben a infancia. Cuando éramos niños, mi madre nos los freía hechos manojos. Ya casi nunca los hace. Ella nunca ha sido muy de manualidades, y un día descubrió que sueltos también nos los comíamos. Pero los boquerones en manojos forman parte del mismo pasado que el pescadero ambulante que pregonaba bajo nuestra casa en las mañanas de verano. Paraba la moto y empezaba a cantar el género (exagerando la variedad y frescura como método de venta), para terminar el pregón diciendo: “¡Que me come el gato, niña! ¡Que me come el gato!”. No sé si María, muy pequeña entonces, se acuerda del pregonero de pescado, pero a mi hermano Miguel el oficio le encantaba, aunque él se inclinaba más por la especialidad de pregonar chumbos, tal vez porque el vendedor de chumbos le daba dos o tres de más, mientras que el pregonero de pescado, taimado, llevaba pesas trucadas y, según mi madre, pedía un ojo de la cara por unos boquerones que en el mercado costaban la mitad.
 
A Manu, con los años han dejado de gustarle los boquerones. Dice que las raspas le dan angustia. Yo, durante un tiempo, también los preferí sin espinas. En Málaga se comen abiertos si son grandes; bien al natural (es como le gustan a mi hermana María) o macerados en zumo de limón. Una buena fritura tiene pocos secretos, pero no admite trampas: aceite de oliva virgen extra lo más limpio posible, a temperatura muy alta (yo pongo mi freidora al máximo, que son 190 grados), salar el pescado antes de enharinarlo y pasarlo por el cedazo (la capa de harina tiene que ser fina pero uniforme) y freír en tandas pequeñas, para que el aceite no baje de temperatura, de 30 a 45 segundos, hasta que los boquerones queden crujientes y jugosos. Una ensalada de pimientos asados o un picadillo fino de tomate, pimiento y cebolla y ya está. Comida de lujo.
 
Cuando yo era niña, el único producto de la mar que se comía crudo eran las conchas finas (de la existencia de las ostras supe más tarde). Sin embargo, recuerdo que los hombres que limpiaban el pescado en los puestos del mercado se zampaban de vez en cuando algún boquerón. En aquella época aquello me parecía un acto de salvajismo. Los cebiches y el sushi no habían conquistado aún mi paladar. Hoy, cada vez soy más aficionada al pescado crudo. Por eso la receta que propongo, dedicada a mi hermana María; la reina de los boquerones, es una ensalada de boquerones macerados. Ahí va.
 
Ensalada de invierno con boquerones macerados.
 
Ingredientes (4 personas):
 
½ kilo de boquerones grandecitos, muy frescos.
2 remolachas medianitas, crudas.
½ cebolla roja.
1 aguacate maduro y hermoso.
 
Aliño:
 
½ vaso de salsa de soja de buena calidad.
½ limón
1 mandarina
Aceite de oliva virgen extra (una variedad suave y afrutada).

Preparación:
 
Al comer boquerones crudos es aconsejable congelarlos antes para eliminar el peligro de anisakis. Antes de congelarlos, los lavamos bajo el grifo, los limpiamos tirando de las cabezas (la tripa sale con ella) y pasando la uña del pulgar a lo largo de la espina del pescado. Retiramos la raspa del lomo donde ha quedado pegada con cuidado de no llevarnos la carne por delante (de nuevo la uña) y quebramos junto a la cola. Así con todos los pescados. 

Luego les damos un buen enjuague en agua fría, los secamos y los ponemos a congelar cubiertos de papel film en un recipiente que tenga buen cierre para que no entren olores. A las 24 horas ya no hay peligro de anisakis. Los dejamos descongelar lentamente en la nevera y ya podemos usarlos.
 
Lo primero que hay que hacer es preparar la marinada. Antes de exprimir los cítricos, rallamos la piel y la recogemos en el cuenco donde vayamos a prepararla, para aromatizar. Añadimos la soja, el zumo de la mandarina, el medio limón y un chorrito de aceite de oliva y regamos bien los boquerones, procurando que todos se impregnen bien del aliño. Los dejamos marinar mientras preparamos el resto de los ingredientes (se pueden dejar varias horas si se quiere).
 
Pelamos la remolacha y la rebanamos tan fina como sea posible. Para estos menesteres yo uso una mandolina con una cuchilla buena. Así, las rebanadas quedan casi transparentes. Hacemos lo mismo con la cebolla roja, y la vamos poniendo en otro recipiente aparte.
 
Montamos la ensalada en un plato o fuente amplia. Ponemos abajo las lascas de remolacha. Sacamos los boquerones de la marinada (reservando el caldo) y los disponemos de forma que queden bonitos. A mí me gusta ponerlos boca abajo, para que quede a la vista el lomo plateado. Sobre los boquerones distribuimos las plumas de cebolla roja. Pelamos el aguacate y lo cortamos a lo largo en gajos que disponemos en el plato de forma artística. Regamos con el caldo reservado de la marinada y un chorro generoso de aceite de oliva.