jueves, 24 de octubre de 2013

Esperando a Bichito de Luz



Video de E. Martínez en este
enlace

Mi hermana María está embarazada. ¿No lo saben? Pues es raro, porque está tan contenta que aunque la barriguilla no se nota mucho todavía, Bichito de Luz (aún no tiene sexo, pero sí alias) es ya uno más de la familia, y si no fuera porque viene incorporado con su mamá, le reservaríamos un sitio en la mesa y le pondríamos cubierto y su correspondiente ración de la incomparable tortilla de patatas con berenjenas de la abuela.

De Bichito de Luz sólo sabemos que tiene todas las papeletas para ser un niño desenfadado y feliz. O una niña. Puede que sea una niña, en realidad aún no sabemos qué será, pero si se parece a su madre, se puede decir desde ya que la coquetería no será una de sus características. Bichito de Luz nos habla a todos desde la barriga, con una voz chillona que pone su mami para decir: ¡Tita Espe, tita Espe, te he echado de menos! ¡Vamos al parque, Tita! ¡No comas más, Tita, que te vas a poner como una zambomba! (La tita ha dejado de fumar y no, no puede comer más porque no va a haber talla en este mundo para ella).
 

María es la cuarta de los cinco hermanos que somos. Siempre le ha tocado volar detrás de los mayores y lo ha hecho con el admirable talento de mantener la capacidad de hacer el payaso y seguir siendo una niña incorregible a los treinta y pico, a la que mi madre aún le elige la ropa (ella no piensa en esas cosas) y a la que sólo un comentario ingenuo y cruel de su linda tocaya, mi sobrina María Chica, convenció de la necesidad de usar de vez en cuando una crema hidratante para frenar el avance de las incipientes patitas de gallo.

Entre esas anécdotas familiares que quedan grabadas y se cuentan una y otra vez, está una en la que mi hermana María, con unos cuatro años, fue comisionada por mis padres para repartir el contenido  del paquete de chicles de fresa que habían comprado en la gasolinera durante un desplazamiento familiar. María llegó al coche, se hizo un ovillo en el suelo de la parte trasera, empezó a pelar chicles hecha un nervio y se los metió todos en la boca. No sé si recuerdan
los chicles Bang-Bang de fresa, pero uno solo bastaba para que una enana de cuatro años no pudiera cerrar la boca al masticar. María, enroscada en el hueco entre el respaldo del sillón delantero y el pie del trasero, nos miraba con los dos carrillos hinchados por el chicle en un gesto de pequeño monstruo egoísta con babas. Un caso de posesión diabólica, sin duda. Los tres hermanos mayores, Miguel, Cristi y yo, chillábamos y exigíamos a mis padres que llamaran a Herodes o a un exorcista. Que no llegó, afortunadamente, porque no era para tanto, salvo por lo que tenía de suceso inexplicable, porque María, por lo general, era una niña de esas que no dan un ruido.


Bueno, no daba un ruido es un decir, porque a María de pequeña le encantaba cantar, y tenía más repertorio que una orquestina de feria. Mi hermana María es de esas que se saben hasta la cuarta estrofa de cualquier canción. Como íbamos a un colegio religioso, nos freía con el último elepé de José Luis Perales, con villancicos o con canciones de misa setenteras (me pregunto si se habrán inventado nuevas canciones de misa, y con qué músicas. Nuestra época fue de Simon y Garfunkel, María Ostiz y cosas así).

El caso es que a María no le importa que recordemos la anécdota de sus conciertos a grito pelado desde la taza del váter, pero le molesta muchísimo que recordemos lo de los chicles.

Les voy a explicar por qué recordamos lo de los chicles. Como periodista, me he tragado desde el primer día de clase esa máxima de que la noticia no es nunca 'perro muerde a hombre', sino al revés. Y aquel gesto de María con los chicles es un caso de libro de 'hombre-muerde-a-perro'.

María empezó a nadar con cinco años y (esto tengo que decirlo, perdonen la inmodestia) ha sido una grande de la natación. Cuando se retiró, más de doscientas personas llegaron de todos los rincones de España y de sus más de 20 años de carrera deportiva para nadar un relevo de despedida en su honor. María no sólo ha competido en cinco juegos olímpicos. Ha sido la primera nadadora española campeona de Europa y nos ha hecho perder la cuenta de sus medallas y récords en campeonatos de España. Tiene anécdotas más bonitas que esa, como que su compañera Duane da Rocha le regalara la medalla de oro ganada en la prueba con la que María debería haber cerrado en su carrera, o que otra compañera italiana, Ilaria Tocchini, se retirara de la final de un mundial para darle la oportunidad a María, clasificada justo detrás de ella, de nadarla.

La mamá de Bichito de Luz genera esas cosas. En casa y en la cocina hemos podido disfrutarla poco, porque con 12 años se trasladó a un centro de alto rendimiento para nadadores junior que, por fortuna, estaba en Málaga, a cinco minutos de casa. Pero las normas y los horarios de entrenamiento le impedían venir a dormir a diario, así que vivía en la residencia y aprovechaba los días de descanso para acercarse a casa.

Había otros compañeros que no tenían la suerte de tener a la familia tan próxima, pero María estaba equipada con un radar que detectaba la necesidad de mimos, así que decidió que en casa adoptáramos a un montón de nadadores y nadadoras adolescentes de todos los puntos de España, y cuando venían a merendar a casa el día que no entrenaban por la tarde, nos pedía que les hiciéramos algo que les gustara. Las crêpes eran el 'top 10'. Con mermelada casera de mi padre, con chocolate derretido, con azúcar o con miel, a los nadadores les encantaban, pero ¿Ustedes saben el hambre que maneja un nadador de 14 años? Las torres de crêpes llegaban al techo de la cocina, y si la primera se pegaba o salía imperfecta (algo que suele ocurrir con las crêpes, hasta que se le da el punto de grosor a la masa y de grasa a la sartén), las cincuenta últimas ya nos salían de campeonato del mundo.

Mi madre producía kilolitros de batido de frutas o de chocolate, más bizcochos que un obrador industrial, toneladas de menestra de guisantes, macarrones y tortilla de patatas, y lavaba más ropa que la lavandería de un resort, porque la mamá de Bichito de Luz no podía permitir que ningún compañero anduviera por ahí sin los cuidos de una madre y el ruido de una familia numerosa. Al cabo de los años he coincidido en algún campeonato con señoras y señores, a veces con hijos de la mano, que me han saludado con cariño y me han preguntado por la receta de las crêpes o si mi madre sigue haciendo tan buena la menestra de guisantes. Son amigos de María de la etapa de la residencia. 


No me cabe la menor duda de que Bichito de Luz será una criatura feliz y desahogada, amiga de sus amigos, que aprenderá sin dificultad a meterse patatas fritas en los agujeros de la nariz, a soplar el colacao con una pajita haciendo burbujas hasta que no quede una gota en el vaso, a beber agua al revés y a enseñar la comida de la boca para las fotografías. Al menos si se parece a su madre, aunque francamente no creo que su papá le deje mejores influencias...

Dadas las restricciones que tienen en su dieta las embarazadas y que es políticamente incorrecto dar alcohol a los niños, especialmente a los nonatos, no sé si debería dedicarle a Bichito de Luz esta receta de bienvenida, pero la especialidad de mi hermana María es el tiramisú, y siempre andamos las dos picadas a ver quién lo hace más bueno...




Tiramisú (para María, Arturo y Bichito)

Ingredientes:

Sabayón de vino dulce: 5 yemas de huevo, 60 gr. de azúcar, 12 cl. de vino Moscatel, 6 cl. de oloroso seco. 


Crema de mascarpone y montaje: 4 claras de huevo montadas, 4 cucharadas de azúcar, 450 gr. de queso Mascarpone, 300 cl de café recién hecho, 1 cucharada sopera de azúcar y 50 cl de Amaretto, 180 gr de bizcochos de soletilla, cacao puro amargo en polvo.

Preparación:

Primero el sabayón. Si tenemos Thermomix, perfecto. Si no, es un poco laborioso, pero merece la pena. Hay que poner un baño maría con un bol amplio encima, que nos permita batir con varillas y montar una crema. Empezaremos batiendo, fuera del fuego, las cinco yemas de huevo con 60 gr (aproximadamente dos cucharadas soperas) de azúcar, hasta lograr una crema blanquecina. Mientras habremos puesto el agua a calentar para el baño María. Juntamos los dos tipos de vino en una jarrita y ya con el bol sobre el fuego, iremos batiendo y añadiendo el vino poco a poco, hasta incorporarlo todo y obtener una espuma densa que cubra bien una cuchara o espátula cuando la metamos dentro (son unos 15 minutos, puedes ponerte tu música favorita y cantar desafinando). Si haces la operación en la thermomix, pon la mariposa en las cuchillas, mete dentro los ingredientes, programa 10 minutos a 70 grados, velocidad 3 y listo. Al terminar deja que siga batiendo un par de minutos sin temperatura para que no se pegue a las paredes).

Mientras se enfría el sabayón, montaremos cuatro de nuestras cinco claras a punto de nieve, añadiéndoles una cucharada de azúcar por huevo, hasta obtener un merengue, que mezclaremos con el queso previamente removido para ablandarlo, y con el sabayón. Hay que mezclar muy delicadamente, moviendo la espátula de abajo arriba en el bol para que la espuma no pierda aire.

Ahora pondremos la cafetera y haremos un café delicioso. Lo mezclaremos con una cucharada sopera de azúcar y ya tenemos nuestro líquido para emborrachar.

Montaje:

A mí me gusta montar el tiramisú en un recipiente de cristal hondo y circular, para que se admiren las capas. Pero se puede montar en el cacharro que tengamos a mano. Ponemos en el fondo una capa de bizcochos de soletilla y regamos generosamente con la mezcla de café. Cubrimos de crema de Mascarpone y espolvoreamos con cacao en polvo tamizado a través de un colador (así se controla mejor la cantidad). Ponemos más bizcocho y hacemos una nueva capa. Calculamos de forma que los ingredientes nos den para acabar con una capa de crema de Mascarpone, que cubriremos con más cacao espolvoreado. Como mejor está es comido entre grandes risotadas que pueden estar provocadas por cualquier tontería, excepto contar la anécdota de los chistes por enésima vez, porque Bichito de Luz se malea.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Manu



Manu cocinando, a los ocho años





Cuando lo vimos por primera vez, flaquito y arrugado en el nido de prematuros, temimos que Manu fuera a ser mal comedor. Como sobrino y nieto primogénito, cada hito en su evolución era celebrado en el clan familiar como un suceso extraordinario. La primera vez que le dieron papilla de frutas faltó poco para que mi hermana Cristi decidiera cobrar la entrada a la cocina. Los embobados titos y abuelos formamos un coro de espectadores alrededor. Y todos nos llevamos nuestra porción de puré, por incautos, porque el niño abrió la boca y nada más probar el sabor de aquella cosa que le habían metido a traición, empezó a llorar como si lo estuvieran matando y se puso a escupir con todas sus fuerzas y en todas las direcciones. Los purés de verdura no se le dieron mejor. Mi cesta de playa conserva restos fósilizados de un puré de lentejas que a mi hemana se le ocurrió llevarle un día cualquiera, y que tratamos de darle entre alaridos, manotazos, espurreos y arcadas que hicieron que la playa entera nos clavara los ojos con desconfianza. Al final, derrotadas, nos enjuagamos la capa de engrudo que nos cubría dándonos el aspecto de La Cosa del Pantano, pensando, para consolarnos, que tal vez la mascarilla cutánea de puré de lentejas tuviera algún efecto embellecedor por patentar.

El milagro se produjo el día en que dos dientecillos hicieron aparición en la encía inferior. Todo aquello que triturado estaba asqueroso resultó ser una delicia cuando se podía masticar. La fruta, las zanahorias, el pepino y el tomate, los filetes empanados, las lentejas, la mojama de huevas, el pan. A la tierna edad de tres años Manu me montó un numerito en la pescadería agarrando por el sedal una merluza de anzuelo del Cantábrico y pidiendo a gritos que le comprara ese pescado porque necesitaba comer, un drama en tres actos que terminó costándome treinta euros el kilo y un bochorno indecible. La merluza estaba buenísima. Pude probar el cogote gracias a que al niño aún no le gustaba chupar branquias y cabezas.

Mi hermana Cristi y yo vivíamos por aquella época puerta con puerta, de manera que el pequeño sibarita estaba siempre ojo avizor a ver qué cosas guisaba su tía, y, si por casualidad llegaba a la casa algo que él considerara de interés gastronómico, reclamaba su parte. Una vez compré un cordero, y en cuanto vio el despiece me pidió una pata. Yo le dije que sí, y en un pestañeo el nene se había echado al hombro su trofeo y se encaminaba a su casa como un troglodita tras una jornada propicia.

A Manu empezó a divertirle desde muy niño cocinar su propia comida. Y cuanto más diferencia hubiera entre el antes y el después, mucho mejor. Quiero decir que si iba a comer pollo, prefería mil veces ver al animalito vivo antes que enfrentarse con un frío muslo de supermercado. Prefería los  pescados con muchas espinas, las carnes que antes hubiera que despellejar, desplumar y despiezar, las verduras silvestres con pinchos como espárragos trigueros, cardos o tagarninas. La llamada de lo salvaje le hacía ver la comida infantil como algo soso y aburrido. En cambio, pocas veces lo he visto tan feliz como una vez que un tío suyo aficionado a la caza le regaló un jabalí que acababa de abatir. A su madre casi se la carga de un disgusto, y después de tres días oliendo la maceración de la carne de monte, ni siquiera él fue capaz de comerla con ganas, pero esa sensación de estar llevando animales a casa y transformarlos en algo comestible le fascinaba.

Un día Manu le dijo a su madre que quería que yo le diera clase de cocina.

-Si no, cuando se muera, todo lo que sabe se va a perder.

Cuando su madre me lo contó no supe si sentirme halagada u ofendida, pero decidimos que cada viernes vendría a mi casa después de clase para cocinar. Solía ser él quien elegía las recetas, y además creía conveniente hacer grandes cantidades de comida para tener excedentes que regalar a la familia y allegados. Debutó a los cinco años con unas albóndigas en salsa de tomate que alcanzaron para obsequiar a todo el claustro de profesores de su colegio.

En una ocasión, al volver de un viaje a Buenos Aires, le dije que le iba a enseñar a hacer empanadas criollas, y él me contestó que no quería perder el poco tiempo que teníamos para cocinar en hacer porquerías.

-Ni la empanada ni la pizza son porquerías cuando se hacen bien, contesté yo.

-Ya, pero donde se ponga un lomo en manteca…, zanjó él.

Con Manu hemos cocinado todo tipo de recetas. Le gusta descubrir productos nuevos. Le llaman la atención las técnicas y los sabores exóticos pero aprecia igualmente los platos de siempre. Sus ganas de cocinar le llevaron a apuntarse, hace un par de años, al casting de un canal de televisión que buscaba chefs. El equipo pensó, al verlo entrar con su padre, que era éste quien se presentaba, porque las normas decían que había que ser mayor de 18 años, pero le dejaron hacer porque ningún aspirante transmitía su pasión, y Manu bordó el menú que había inventado. Nunca lo llamaron, pero qué importa.

Ha crecido mucho en el último año. Ahora, cuando lo llamas, te responde al teléfono un hombre. No tiene tiempo de venir a cocinar porque anda descubriendo otras cosas. Me cuesta encontrar temas de conversación con él, pero me gusta observarlo cuando come, porque su manera de saborear cada bocado y la expresión de hallazgo al probar algo que le gusta me dan la seguridad de que los fogones siempre serán para él un espacio de juego.

He escogido para Manu una receta que aún no hemos cocinado juntos; la porchetta italiana. Un plato que me dio su última sonrisa de entusiasmo en un tiempo en que las hormonas le impiden sonreír más a menudo.

Porchetta

Ingredientes (para 10 o 12 personas):

3 kg de panceta de cerdo con la piel (hay que encargarla al carnicero con antelación.

2,5 kg de lomo de cerdo.

Marinada: 1 cucharada sopera de ralladura de limón, 1 cucharada de romero fresco picado, 1 cucharada de salvia seca, 5 dientes de ajo machacados, 2 cucharadas soperas de semillas de hinojo tostadas, 4 hojas de laurel, 2 cucharadas soperas y media de sal, 1 cucharada sopera de pimienta.

Cuerda de bramante.

Salsa: 1 vaso de vino blanco, 1 vaso de agua.

Este plato hay que planificarlo antes, porque normalmente en las carnicerías no se encuentra la panceta con piel, así que hay que encargarla. La idea es hacer un envuelto con el lomo de cerdo por dentro y la panceta por fuera, de forma que nos quede un rollo homogéneo en cuanto a grosor y longitud. Antes de envolverlo, trituraremos en un robot o en un almirez los ingredientes de la marinada para la porchetta y los extenderemos bien por toda la carne, especialmente en la parte interior del relleno, pero también por fuera. Atamos la panceta formando un rollo sobre el relleno y dejamos la carne en una fuente en la nevera, cubierta con un film de plástico, para que macere durante 48 horas. Al cabo de este tiempo, la sal y las especias habrán penetrado en la carne.

Sacaremos la carne de la nevera dos horas antes de meterla en el horno, y la pasaremos a una fuente para hornear bien amplia, donde la regaremos con el vino y el caldo o el agua. Espolvorearemos también de forma generosa el exterior de la porchetta con sal y pimienta negra. Precalentamos el horno a 160º y asamos durante unos 45 minutos. Bajamos el fuego a 120º y seguimos asando a razón de una hora por kilo de carne. Sacamos la carne y la dejamos reposar dos horas fuera del horno. Media hora antes de servirla, la metemos al horno a una temperatura de 180-200º, a ser posible con aire, para secar el exterior de la piel y dejarla crujiente.

miércoles, 2 de octubre de 2013

La mujer del moño




Cada año, desde que tengo memoria, aparecía un día en mi casa una mujer menuda, humilde, peinada con un moño, tirando de una enorme cesta de esparto cuyo contenido escondía bajo un paño de tela. Abríamos la puerta y allí estaba ella, como una bruja de cuento, preguntando en voz queda por Don Miguel. Mi padre no solía estar en casa a la hora en que ella llegaba en su visita anual, porque coincidía con su horario de trabajo. Mi madre la recibía, la invitaba a pasar, y ella se dirigía a la cocina, aceptaba una silla y un vaso de agua y se quedaba un rato charlando.

Una de las primeras veces que vino nos pareció que algo se movía dentro de la cesta, pero el aspecto de la mujer nos imponía demasiado respeto como para preguntar. Cuando nos mudamos de casa, tendría yo cinco años, pensamos que ya no volvería más, pero, para nuestra sorpresa, un día de mediados de septiembre sonó el timbre de la puerta y en el umbral se recortó la silueta encogida, peinada con el mismo moño, y el bulto de la cesta misteriosa, y sí, confirmamos que algo se movía bajo el esparto. Preguntó por mi padre y, de nuevo, fue mi madre quien la recibió y charlaron un rato en la cocina con la puerta entornada. Mis hermanos y yo vigilábamos desde el pasillo, sin atrevernos a entrar. 

Cuando la mujer se marchó, inspeccionamos la cocina. El único rastro que había dejado de su visita era un vaso de agua vacío. Pero tras la puerta del lavadero, cerrada en contra de la costumbre doméstica, se escuchaba un ruido sordo: pó-popopo-pooó. Entramos y descubrimos un gallo vivo de color marrón, con una magnífica cresta roja, que nos miraba con desconfianza ladeando la cabeza. El gallo aleteó y salimos corriendo despavoridos. Luego descubrimos que no podía perseguirnos porque tenía las patas atadas. 

-¡Mamá, hay un gallo en la cocina! Chillamos Miguel, Cristi y yo.

-Como si no lo supiera… Dijo mi madre, saliendo del baño con un cepillo redondo prendido al flequillo.

-¿Para qué es?

-Lo ha dejado Antonia para tu padre.

-¿Nos lo vamos a quedar?

-¿Nos picará?

-¿Qué come?

Mi madre se cuidó mucho de contestar. El gallo, que según ella no era un gallo, sino un pollo de campo, se convirtió en el protagonista de la tarde. Temerosos de acercarnos, registramos la despensa en busca de maíz para palomitas y le dejamos cerca algunos granos. Pusimos agua para que bebiera y buscamos como locos algún gusanito despistado que anduviera por las plantas para mejorar el banquete. Al día siguiente, el gallo había desaparecido. Mi madre, incapaz de matarlo, se lo había llevado a María, la vecina de mi abuela, que no se andaba con remilgos y sabía bien qué había que hacer con los animales que Dios nos ha mandado para nuestro sustento.

Los niños nunca supimos del paradero del gallo, pero ahora imagino que mi madre se desembarazó de él antes de que le pusiéramos nombre y se convirtiera en uno más en los coloquios familiares.

Al año siguiente, Antonia volvió con su cesta y su gallo, y mi madre decidió presentárnosla para terminar con nuestras suspicacias. Antonia era una mujer de campo. Vivía en el Arroyo de Totalán, a más de 20 kilómetros de Málaga capital. En una ocasión, mi padre le había llevado un asunto de tierras contra un vecino que le había arrancado varias higueras, y ella no sólo le había pagado sus honorarios peseta a peseta, sino que, en agradecimiento, cada año le llevaba un pollo criado especialmente para él, en su santo, a finales de septiembre, o más tarde, porque con los pollos de campo no se puede programar la fecha precisa de cebado. 

Antonia no cogía el autobús, no sé bien si porque no se fiaba o por costumbre. Venía caminando. Jamás avisaba de su visita, aunque mi madre le pedía cada año que lo hiciera para que mi padre la esperase y pudieran verse. Ella no quería molestar. Salía de su pueblo al amanecer, y caminaba durante horas hasta llegar a mi casa. Solía llegar hacia las cuatro de la tarde, extenuada pero entera. Se negaba a sentarse en el salón. Prefería una silla junto a la mesa de la cocina, y lo único que aceptaba, año tras año, era un vaso de agua. Con el tiempo, Antonia empezó a venir vestida de negro. Las arrugas le fueron agrietando el contorno de los ojos y su moño se fue tornando blanco, pero seguía teniendo las manos fuertes y el brillo del sol en los pómulos.

Un año mi madre se atrevió a confesarle a Antonia que no sabía matar pollos. Antonia soltó una risilla por toda respuesta. La única que le escuché en todas sus visitas. Luego sacó el pollo de la cesta, pidió un cuchillo afilado y un cuenco para recoger la sangre, cogió el pollo por las patas y consumó el sacrificio sin pestañear. Pidió agua hirviendo y en un pispás lo dejó sin una sola pluma. Ese año, por primera vez, saboreamos el pollo de Antonia. Mi madre le había ahorrado el disgusto de confesarle que a menudo terminaba regalándolo por no encontrar quien lo matase. 

Lo guisó con una receta que mi abuela Mami, excelente fabuladora y amiga de poner nombres sonoros a los platos, llamaba ‘pollo a la campera’. Cebolla, pimiento, un tomatito maduro, unas hojas de laurel, pimienta y tal vez romero, un chorro de vino dulce y un chorrito de coñac. Sal, cazuela, fuego lento y horas de espera levantando la tapadera de tanto en tanto para ver cómo la carne magra se despegaba de los muslos y cómo la grasa trababa la salsa dejándola melosa. El pollo sabía a Antonia y a su campo; la carne, más recia que la de los pollos de granja que acostumbrábamos a comer, tenía la fuerza de las manos, de la voluntad de aquella mujer humilde y extraordinaria, y la salsa sabía a verano con chicharras, cantos de gallo, higueras cargadas, sol sobre las hojas verdes.

Antonia siguió viniendo cada año, anunciando el otoño, hasta su muerte. En contra de su costumbre, aquella vez les dejó dicho a sus hijas que avisaran de que no podría venir.


Pollo a la campera

Ingredientes:

-1 pollo de campo hermoso, troceado con su piel.
-Aceite de oliva virgen extra.
-2 o 3 dientes de ajo.
-Una cebolla.
-2 pimientos verdes.
-1 tomate maduro.
-Un chupito de coñac.
-1 vaso de vino dulce.
-1 hoja de laurel.
-Unos granos de pimienta negra.
-Una ramita de tomillo y otra de romero.
-Agua.
-Sal.

Preparación:

Antes que nada, elegimos una cazuela lo bastante grande, preferiblemente de fondo grueso, con tapadera. Echamos un poco de aceite en el fondo y la ponemos a fuego vivo para ir dorando los trozos de pollo. Sacamos el pollo una vez dorado, ponemos un poco más de aceite (no mucho) y sofreímos la cebolla, el ajo y el pimiento picado todo en trocitos. Cuando esto esté blando, volvemos a meter el pollo en la cazuela y añadimos el coñac. Dejamos que evapore y agregamos el tomate picado (si se quiere, se puede pelar, pero es un pollo a la campera), la pimienta en grano dándole antes unos golpes para romperla, la hoja de laurel, el tomillo y el romero en un atadillo que luego se pueda retirar, y la sal. Añadimos agua para cubrir el pollo y dejamos cocer tapado a fuego muy lento hasta que la carne empiece a desprenderse del hueso. Sacamos los trozos de pollo a la fuente de servicio y reducimos la salsa hasta que quede melosita. Servimos con patatas fritas.